DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS ARTISTAS A los que con apasionada entrega
buscan nuevas « epifanías » de la belleza
para ofrecerlas al mundo
a través de la creación artística.
« Dios vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1, 31)
El artista, imagen de Dios Creador
1. Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos
con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus
manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la
mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los
tiempos, atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de
las palabras, de los colores y de las formas, habéis admirado la obra
de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel
misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las
cosas, ha querido en cierto modo asociaros.
Por esto me ha parecido que no hay palabras más apropiadas que las del Génesis
para comenzar esta Carta dirigida a vosotros, a quienes me siento unido
por experiencias que se remontan muy atrás en el tiempo y han marcado
de modo indeleble mi vida. Con este texto quiero situarme en el camino
del fecundo diálogo de la Iglesia con los artistas que en dos mil años
de historia no se ha interrumpido nunca, y que se presenta también rico
de perspectivas de futuro en el umbral del tercer milenio.
En realidad, se trata de un diálogo no solamente
motivado por circunstancias históricas o por razones funcionales, sino
basado en la esencia misma tanto de la experiencia religiosa como de la
creación artística. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios
casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el
hombre artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras stwórca (creador) y twórca (artífice).
¿Cuál es la diferencia entre « creador » y « artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada —ex nihilo sui et subiecti, se dice en latín— y esto, en sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice,
por el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y
significado. Este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen
de Dios. En efecto, después de haber dicho que Dios creó el hombre y la
mujer « a imagen suya » (cf. Gn 1, 27), la Biblia añade que les confió la tarea de dominar la tierra (cf. Gn 1, 28). Fue en el último día de la creación (cf. Gn
1, 28-31). En los días precedentes, como marcando el ritmo de la
evolución cósmica, el Señor había creado el universo. Al final creó al
hombre, el fruto más noble de su proyecto, al cual sometió el mundo
visible como un inmenso campo donde expresar su capacidad creadora.
Así pues, Dios ha llamado al hombre a la existencia,
transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación artística» el
hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» y lleva a cabo esta
tarea ante todo plasmando la estupenda « materia » de la propia
humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo
que le rodea. El Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite
al artista humano un destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a
compartir su potencia creadora. Obviamente, es una participación que
deja intacta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, como
señalaba el Cardenal Nicolás de Cusa: «El arte creador, que el alma
tiene la suerte de alojar, no se identifica con aquel arte por esencia
que es Dios, sino que es solamente una comunicación y una participación
del mismo»[1].
Por esto el artista, cuanto más consciente es de su
«don», tanto más se siente movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda la
creación con ojos capaces de contemplar y de agradecer, elevando a Dios
su himno de alabanza. Sólo así puede comprenderse a fondo a sí mismo,
su propia vocación y misión.
La especial vocación del artista
2. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis,
a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida;
en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra.
Es importante entender la distinción, pero también la
conexión, entre estas dos facetas de la actividad humana. La distinción
es evidente. En efecto, una cosa es la disposición por la cual el ser
humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, y
otra la disposición por la cual es artista y sabe actuar según las exigencias del arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos[2]. Por eso el artista es capaz de producir objetos,
pero esto, de por sí, nada dice aún de sus disposiciones morales. En
efecto, en este caso, no se trata de realizarse uno mismo, de formar la
propia personalidad, sino solamente de poner en acto las capacidades
operativas, dando forma estética a las ideas concebidas en la mente.
Pero si la distinción es fundamental, no lo es menos la
conexión entre estas dos disposiciones, la moral y la artística. Éstas
se condicionan profundamente de modo recíproco. En efecto, al modelar
una obra el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su
producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es. Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista, cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad.
En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de
expresión para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras
realizadas, el artista habla y se comunica con los otros. La
historia del arte, por ello, no es sólo historia de las obras, sino
también de los hombres. Las obras de arte hablan de sus autores,
introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la original
contribución que ofrecen a la historia de la cultura.
La vocación artística al servicio de la belleza
3. Escribe un conocido poeta polaco, Cyprian Norwid: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir»[3].
El tema de la belleza es propio de una reflexión
sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada complacida
de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era bueno,
Dios vio también que era bello[4]. La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad». A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello»[5].
El modo en que el hombre establece la propia relación
con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando. El
artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy
real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le
llama con el don del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste
es un talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola
evangélica de los talentos (cf. Mt 25, 14-30).
Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí
mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de
poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.—
advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad.
El artista y el bien común
4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad de artistas,
del mismo modo que tiene necesidad de científicos, técnicos,
trabajadores, profesionales, así como de testigos de la fe, maestros,
padres y madres, que garanticen el crecimiento de la persona y el
desarrollo de la comunidad por medio de ese arte eminente que es el
«arte de educar». En el amplio panorama cultural de cada nación, los
artistas tienen su propio lugar. Precisamente porque obedecen a su
inspiración en la realización de obras verdaderamente válidas y bellas,
non sólo enriquecen el patrimonio cultural de cada nación y de toda la
humanidad, sino que prestan un servicio social cualificado en beneficio del bien común.
La diferente vocación de cada artista, a la vez que determina el ámbito de su servicio, indica las tareas que debe asumir, el duro trabajo al que debe someterse y la responsabilidad
que debe afrontar. Un artista consciente de todo ello sabe también que
ha de trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de la gloria banal o
la avidez de una fácil popularidad, y menos aún por la ambición de
posibles ganancias personales. Existe, pues, una ética, o más bien una «
espiritualidad » del servicio artístico que de un modo propio
contribuye a la vida y al renacimiento de un pueblo. Precisamente a esto
parece querer aludir Cyprian Norwid cuando afirma: «La belleza sirve
para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir».
El arte ante el misterio del Verbo encarnado
5. La ley del Antiguo Testamento presenta una prohibición explícita de representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido» (Dt 27, 25), porque Dios transciende toda representación material: «Yo soy el que soy» (Ex
3, 14). Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios
en persona se ha hecho visible: «Al llegar la plenitud de los tiempos,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Dios se hizo hombre en Jesucristo,
el cual ha pasado a ser así «el punto de referencia para comprender el
enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo»[6].
Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio»
aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el
plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la
belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la
Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha
introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto.
La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie
de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M.
Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El
mismo Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar
a inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la
creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los
acontecimientos del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de
la historia de la salvación, el texto bíblico ha inspirado la
imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine.
Una figura como la de Job, por citar sólo un ejemplo, con su
desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa
suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir
del Nuevo Testamento? Desde la Navidad al Gólgota, desde la
Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas
de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de
los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica,
la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o
poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho
carne».
Todo ello constituye un vasto capítulo de fe y belleza
en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente
los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de
ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas
de la Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética[7].
Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura
son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el
mundo.
Alianza fecunda entre Evangelio y arte
6. La auténtica intuición artística va más allá de lo
que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar
su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma
humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve
acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad
misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la
experiencia de la distancia insondable que existe entre la obra de sus
manos, por lograda que sea, y la perfección fulgurante de la belleza
percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en
lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor
que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu.
El creyente no se maravilla de esto: sabe que por un
momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente originaria en
Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como abrumado
hasta el punto de no poder expresarse sino con balbuceos? El verdadero
artista está dispuesto a reconocer su limitación y hacer suyas las
palabras del apóstol Pablo, según el cual «Dios no habita en santuarios
fabricados por manos humanas», de modo que «no debemos pensar que la
divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por
el arte y el ingenio humano» (Hch 17, 24.29). Si ya la realidad
íntima de las cosas está siempre «más allá» de las capacidades de
penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su insondable
misterio!
El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone
un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin
embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística.
Un modelo elocuente de contemplación estética que se sublima en la fe
son, por ejemplo, las obras del Beato Angélico. A este respecto, es muy
significativa la lauda extática que San Francisco de Asís repite dos veces en la chartula compuesta después de haber recibido en el monte Verna los estigmas de Cristo: «¡Tú eres belleza... Tú eres belleza!»[8].
San Buenaventura comenta: «Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo
y, siguiendo las huellas impresas en las criaturas, seguía a todas
partes al Amado»[9].
Una sensibilidad semejante se encuentra en la
espiritualidad oriental, donde Cristo es calificado como «el Bellísimo,
de belleza superior a todos los mortales»[10].
Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y
liberadora del Resucitado: «El alma que ha sido plenamente iluminada
por la belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo,
está llena del Espíritu Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro»[11].
Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de
acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello,
constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la
vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo
por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el
principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas
las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad.
Los principios
7. El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos
era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones
estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a
los cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en
el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción automática
de este patrimonio. Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de
forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los
creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la
Escritura, los misterios de la fe y de disponer al mismo tiempo de un «
código simbólico », gracias al cual poder reconocerse e identificarse,
especialmente en los tiempos difíciles de persecución. ¿Quién no
recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un
arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el
misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo
arte.
Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a los
cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió en un
cauce privilegiado de manifestación de la fe. Comenzaron a aparecer
majestuosas basílicas, en las que se asumían los cánones arquitectónicos
del antiguo paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del nuevo
culto. ¿Cómo no recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y
de San Juan de Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino, o
ese esplendor del arte bizantino, la Haghia Sophia de Constantinopla, querida por Justiniano?
Mientras la arquitectura diseñaba el espacio sagrado, la
necesidad de contemplar el misterio y de proponerlo de forma inmediata a
los sencillos suscitó progresivamente las primeras manifestaciones de
la pintura y la escultura. Surgían al mismo tiempo los rudimentos de un
arte de la palabra y del sonido. Y, mientras Agustín incluía entre los
numerosos temas de su producción un De musica, Hilario, Ambrosio,
Prudencio, Efrén el Sirio, Gregorio Nacianceno y Paulino de Nola, por
citar sólo algunos nombres, se hacían promotores de una poesía
cristiana, que con frecuencia alcanzaba un alto valor no sólo teológico,
sino también literario. Su programa poético valoraba las formas
heredadas de los clásicos, pero se inspiraba en la savia pura del
Evangelio, como sentenciaba con acierto el santo poeta de Nola: «Nuestro
único arte es la fe y Cristo nuestro canto»[12]. Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium,
ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música
sagrada tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas
modulaciones el Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la
expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la
celebración litúrgica de los sagrados misterios. Lo « bello » se
conjugaba así con lo «verdadero», para que también a través de las vías
del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible a lo eterno.
En este itinerario no faltaron momentos difíciles.
Precisamente la antigüedad conoció una áspera controversia sobre la
representación del misterio cristiano, que ha pasado a la historia con
el nombre de « lucha iconoclasta ». Las imágenes sagradas, muy
difundidas en la devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una
violenta contestación. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que
estableció la licitud de las imágenes y de su culto, fue un
acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la
cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para
dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de
Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un
puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma
análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser
usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El
icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado[13].
La Edad Media
8. Los siglos posteriores fueron testigos de un gran desarrollo del arte cristiano. En Oriente continuó floreciendo el arte de los iconos, vinculado a significativos cánones teológicos y estéticos y apoyado en la convicción de que, en cierto sentido, el icono es un sacramento.
En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace
presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos.
Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo
dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos
reflejos de luz en la penumbra. Escribe al respecto Pavel Florenskij:
«El oro, bárbaro, pesado y fútil a la luz difusa del día, se reaviva a
la luz temblorosa de una lámpara o de una vela, pues resplandece en
miríadas de centellas, haciendo presentir otras luces no terrestres que
llenan el espacio celeste»[14].
En Occidente los puntos de vista de los que parten los
artistas son muy diversos, dependiendo en parte de las convicciones de
fondo propias del ambiente cultural de su tiempo. El patrimonio
artístico que se ha ido formando a lo largo de los siglos cuenta con
innumerables obras sagradas de gran inspiración, que provocan una
profunda admiración aún en el observador de hoy. Se aprecia, en primer
lugar, en las grandes construcciones para el culto, donde la
funcionalidad se conjuga siempre con la fantasía, la cual se deja
inspirar por el sentido de la belleza y por la intuición del misterio.
De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia del arte. La
fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o en los
monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el
esplendor del gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio
de un artista, sino el alma de un pueblo. En el juego de luces y
sombras, en las formas a veces robustas y a veces estilizadas,
intervienen consideraciones de técnica estructural, pero también las
tensiones características de la experiencia de Dios, misterio « tremendo
» y « fascinante ». ¿Cómo sintetizar en pocas palabras, y para las
diversas expresiones del arte, el poder creativo de los largos siglos
del medioevo cristiano? Una entera cultura, aunque siempre con las
limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y,
cuando el pensamiento teológico producía la Summa de Santo Tomás,
el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del
misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer
« el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra »[15], como él mismo llamaba la Divina Comedia.
Humanismo y Renacimiento
9. El fértil ambiente cultural en el que surge el
extraordinario florecimiento artístico del Humanismo y del Renacimiento,
tiene repercusiones significativas también en el modo en que los
artistas de este período abordan el tema religioso. Naturalmente, al
menos en aquéllos más importantes, las inspiraciones son tan variadas
como sus estilos. No es mi intención, sin embargo, recordar cosas que
vosotros, artistas, sabéis de sobra. Al escribiros desde este Palacio
Apostólico, que es también como un tesoro de obras maestras acaso único
en el mundo, quisiera más bien hacerme voz de los grandes artistas que
prodigaron aquí las riquezas de su ingenio, impregnado con frecuencia de
gran hondura espiritual. Desde aquí habla Miguel Ángel, que en la
Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha recogido en
cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios Padre,
a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes
hasta el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y
profundo de Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y
especialmente en la « Disputa » del Apartamento de la Signatura, el
misterio de la revelación del Dios Trinitario, que en la Eucaristía se
hace compañía del hombre y proyecta luz sobre las preguntas y las
expectativas de la inteligencia humana. Desde aquí, desde la majestuosa
Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que
arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la
humanidad, siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno,
por citar sólo los más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del
misterio que hace de la Iglesia una comunidad universal, hospitalaria,
madre y compañera de viaje de cada hombre en la búsqueda de Dios.
El arte sagrado ha encontrado en este extraordinario
complejo una expresión de excepcional fuerza, alcanzando niveles de
imperecedero valor estético y religioso a la vez. Sea bajo el impulso
del Humanismo y del Renacimiento, sea por influjo de las sucesivas
tendencias de la cultura y de la ciencia, su característica más
destacada es el creciente interés por el hombre, el mundo y la realidad
de la historia. Este interés, por sí mismo, en modo alguno supone un
peligro para la fe cristiana, centrada en el misterio de la Encarnación
y, por consiguiente, en la valoración del hombre por parte de Dios. Lo
demuestran precisamente los grandes artistas apenas mencionados. Baste
pensar en el modo en que Miguel Ángel expresa, en sus pinturas y
esculturas, la belleza del cuerpo humano[16].
Por lo demás, en el nuevo ambiente de los últimos
siglos, donde parece que parte de la sociedad se ha hecho indiferente a
la fe, tampoco el arte religioso ha interrumpido su camino. La
constatación se amplía si, de las artes figurativas, pasamos a
considerar el gran desarrollo que también en este período de tiempo ha
tenido la música sagrada, compuesta para las celebraciones litúrgicas o
vinculada al menos a temas religiosos. Además de tantos artistas que se
han dedicado preferentemente a ella —¿cómo no recordar a Pier Luigi da
Palestrina, a Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria—, es bien sabido
que muchos grandes compositores —desde Händel a Bach, desde Mozart a
Schubert, desde Beethoven a Berlioz, desde Liszt a Verdi— nos han dejado
asimismo obras de gran inspiración en este campo.
Hacia un diálogo renovado
10. Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna,
junto a este humanismo cristiano que ha seguido produciendo
significativas obras de cultura y arte, se ha ido también afirmando
progresivamente una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de
Dios y con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado a
veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al
menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas
religiosos.
Vosotros sabéis que, a pesar de ello, la Iglesia ha
seguido alimentando un gran aprecio por el valor del arte como tal. En
efecto, el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente
religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo
de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la
cultura respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una
especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto
búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo
cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio.
Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los
aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo
voz de la expectativa universal de redención.
Se comprende así el especial interés de la Iglesia por
el diálogo con el arte y su deseo de que en nuestro tiempo se realice
una nueva alianza con los artistas, como auspiciaba mi venerado
predecesor Pablo VI en su vibrante discurso dirigido a los artistas
durante el singular encuentro en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964[17].
La Iglesia espera que de esta colaboración surja una renovada «
epifanía » de belleza para nuestro tiempo, así como respuestas adecuadas
a las exigencias propias de la comunidad cristiana.
En el espíritu del Concilio Vaticano II
11. El Concilio Vaticano II ha puesto las bases de una
renovada relación entre la Iglesia y la cultura, que tiene inmediatas
repercusiones también en el mundo del arte. Es una relación que se
presenta bajo el signo de la amistad, de la apertura y del diálogo. En
la Constitución pastoral Gaudium et spes,
los Padres conciliares subrayaron la «gran importancia» de la
literatura y las artes en la vida del hombre: « También la literatura y
el arte tienen gran importancia para la vida de la Iglesia, ya que
pretenden estudiar la índole propia del hombre, sus problemas y su
experiencia en el esfuerzo por conocerse mejor y perfeccionarse a sí
mismo y al mundo; se afanan por descubrir su situación en la historia y
en el universo, por iluminar las miserias y los gozos, las necesidades y
las capacidades de los hombres, y por diseñar un mejor destino para el
hombre »[18].
Sobre esta base, al concluir el Concilio, los Padres
dirigieron un saludo y una llamada a los artistas: «Este mundo en que
vivimos —decían— tiene necesidad de la belleza para no caer en la
desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de
los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que
une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración»[19]. Precisamente en este espíritu de estima profunda por la belleza, la Constitución Sacrosanctum Concilium
sobre la Sagrada Liturgia había recordado la histórica amistad de la
Iglesia con el arte y, hablando más específicamente del arte sacro, «
cumbre » del arte religioso, no dudó en considerar « noble ministerio » a
la actividad de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar
de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de
los hombres hacia Él[20].
También por su aportación «se manifiesta mejor el conocimiento de Dios»
y «la predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia
humana»[21].
A la luz de esto, no debe sorprender la afirmación del P. Marie
Dominique Chenu, según la cual el historiador de la teología haría un
trabajo incompleto si no reservara la debida atención a las
realizaciones artísticas, tanto literarias como plásticas, que a su
manera no son «solamente ilustraciones estéticas, sino verdaderos
“lugares” teológicos»[22].
La Iglesia tiene necesidad del arte
12. Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte.
En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible,
el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar
en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien,
el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del
mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la
intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje
mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio.
La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que
sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo,
sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus
connotaciones simbólicas. Cristo mismo ha utilizado abundantemente las
imágenes en su predicación, en plena coherencia con la decisión de ser
Él mismo, en la Encarnación, icono del Dios invisible.
La Iglesia necesita también de los músicos. ¡Cuántas
piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas
profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes
han alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros
creyentes, que han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos,
son de gran ayuda para el decoro de su celebración. En el canto, la fe
se experimenta como exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera
en la intervención salvífica de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de arquitectos, porque
requiere lugares para reunir al pueblo cristiano y celebrar los
misterios de la salvación. Tras las terribles destrucciones de la última
guerra mundial y la expansión de las metrópolis, muchos arquitectos de
la nueva generación se han fraguado teniendo en cuenta las exigencias
del culto cristiano, confirmando así la capacidad de inspiración que el
tema religioso posee, incluso por lo que se refiere a los criterios
arquitectónicos de nuestro tiempo. En efecto, no pocas veces se han
construido templos que son, a la vez, lugares de oración y auténticas
obras de arte.
El arte, ¿tiene necesidad de la Iglesia?
13. La Iglesia, pues, tiene necesidad del arte. Pero, ¿se puede decir también que el arte necesita a la Iglesia?
La pregunta puede parecer provocadora. En realidad, si se entiende de
manera apropiada, tiene una motivación legítima y profunda. El artista
busca siempre el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir
expresar el mundo de lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran
inspiración que le puede venir de esa especie de patria del alma que es
la religión? ¿No es acaso en el ámbito religioso donde se plantean las
más importantes preguntas personales y se buscan las respuestas
existenciales definitivas?
De hecho, los temas religiosos son de los más tratados
por los artistas de todas las épocas. La Iglesia ha recurrido a su
capacidad creativa para interpretar el mensaje evangélico y su
aplicación concreta en la vida de la comunidad cristiana. Esta
colaboración ha dado lugar a un mutuo enriquecimiento espiritual. En
definitiva, ha salido beneficiada la comprensión del hombre, de su
imagen auténtica, de su verdad. Se ha puesto de relieve también una
peculiar relación entre el arte y la revelación cristiana. Esto no
quiere decir que el genio humano no haya sido incentivado también por
otros contextos religiosos. Baste recordar el arte antiguo,
especialmente griego y romano, o el todavía floreciente de las
antiquísimas civilizaciones del Oriente. Sin embargo, sigue siendo
verdad que el cristianismo, en virtud del dogma central de la
Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un horizonte
particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería el
arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!
Llamada a los artistas
14. Con esta Carta me dirijo a vosotros, artistas del
mundo entero, para confirmaros mi estima y para contribuir a reanudar
una más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia. La mía es una
invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y
religiosa que ha caracterizado el arte en todos los tiempos, en sus más
nobles formas expresivas. En este sentido os dirijo una llamada a
vosotros, artistas de la palabra escrita y oral, del teatro y de la
música, de las artes plásticas y de las más modernas tecnologías de la
comunicación. Hago una llamada especial a los artistas cristianos.
Quiero recordar a cada uno de vosotros que la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre.
Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido
para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que
«manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[23].
En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes
están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros,
hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la
riqueza de vuestra genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido:
redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación
entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansiosa «la
revelación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Espera la revelación
de los hijos de Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es
vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad de todos
los tiempos —también la de hoy— espera ser iluminada sobre el propio
rumbo y el propio destino.
Espíritu creador e inspiración artística
15. En la Iglesia resuena con frecuencia la invocación al Espíritu Santo: Veni, Creator Spiritus... – « Ven, Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de la divina gracia los corazones que Tú mismo creaste »[24].
El Espíritu Santo, «el soplo» (ruah), es Aquél al que se refiere el libro del Génesis:
«La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un
viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» (1, 2). Hay una gran
afinidad entre las palabras «soplo-espiración» e «inspiración».
El Espíritu es el misterioso artista del universo. En la perspectiva
del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban
abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge
toda auténtica obra de arte.
Queridos artistas, sabéis muy bien que hay muchos
estímulos, interiores y exteriores, que pueden inspirar vuestro talento.
No obstante, en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de
aquel « soplo » con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación.
Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el
soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre,
impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de
iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a
lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y
haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de
arte. Se habla justamente entonces, si bien de manera análoga, de
«momentos de gracia», porque el ser humano es capaz de tener una cierta
experiencia del Absoluto que le transciende.
La « Belleza » que salva
16. Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a todos
vosotros, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad
estas inspiraciones creativas. Que la belleza que transmitáis a las
generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el asombro.
De esto, desde el asombro, podrá surgir aquel entusiasmo
del que habla Norwid en el poema al que me refería al comienzo. Los
hombres de hoy y de mañana tienen necesidad de este entusiasmo para
afrontar y superar los desafíos cruciales que se avistan en el
horizonte. Gracias a él la humanidad, después de cada momento de
extravío, podrá ponerse en pie y reanudar su camino. Precisamente en
este sentido se ha dicho, con profunda intuición, que «la belleza
salvará al mundo»[25].
La belleza es clave del misterio y llamada a lo
trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro.
Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y
suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como
san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: «¡Tarde te
amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!»[26].
Os deseo, artistas del mundo, que vuestros múltiples
caminos conduzcan a todos hacia aquel océano infinito de belleza, en el
que el asombro se convierte en admiración, embriaguez, gozo indecible.
Que el misterio de Cristo resucitado, con cuya contemplación exulta en estos días la Iglesia, os inspire y oriente.
Que os acompañe la Santísima Virgen, la «tota pulchra»
que innumerables artistas han plasmado y que el gran Dante contempla en
el fulgor del Paraíso como « belleza, que alegraba los ojos de todos los
otros santos »[27].
«Surge del caos el mundo del espíritu». Las palabras que
Adam Michiewicz escribía en un momento de gran prueba para la patria
polaca[28],
me sugieren un auspicio para vosotros: que vuestro arte contribuya a la
consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del
Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido
de lo eterno.
Con mis mejores deseos.
Vaticano, 4 de abril de 1999, Pascua de Resurrección.
IOANNES PAULUS PP. II
[1] Dialogus de ludo globi, Lib. II: Philosophisch-Theologische Schriften, Viena 1967, III, p. 332.
[2] Las virtudes morales, y entre ellas en particular la prudencia, permiten al sujeto obrar en armonía con el criterio del bien y del mal moral, según la recta ratio agibilium (el justo criterio de la conducta). El arte, al contrario, es definido por la filosofía como recta ratio factibilium (el justo criterio de las realizaciones).
[3] Promtehidion: Bogumil vv. 185-186: Pisma wybrane, Varsovia 1968, vol. 2, p. 216.
[4] La versión griega de los Setenta expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término tōb (bueno) del texto hebreo con kalón (bello).
[5] Filebo, 65 A.
[6] Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 80: AAS 91 (1999), 67.
[7]
San Gregorio Magno formuló magistralmente este principio pedagógico en
una carta del 599 al Obispo de Marsella, Sereno: «La pintura se usa en
las iglesias para que los analfabetos, al menos mirando a las paredes,
puedan leer lo que no son capaces de descifrar en los códices», Epistulae, IX, 209: CCL 140 A, 1714.
[8] Alabanzas al Dios altísimo, vv. 7 y 10: Fonti Francescane, n. 261, Padua 1982, p. 177.
[9] Leyenda mayor, IX, 1: Fonti Francescane, n. 1162, l. c., p. 911.
[10] Enkomia del Orthós del Santo y Gran Sábado.
[11] Homilía, I, 2: PG 34, 451.
[12] «At nobis ars una fides et musica Christus»: Carmen 20, 31: CCL 203, 144.
[13] Cf. Carta ap. Duodecimum saeculum, al cumplirse el XII centenario del II Concilio de Nicea (4 diciembre 1987), 8-9: AAS 80 (1988), 247-249.
[14] La prospettiva rovesciata ed altri scritti, Roma 1984, p. 63.
[15] Paraíso XXV, 1-2.
[16] Cf. Homilía durante la Santa Misa al término de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Ángel (8 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 15 abril 1994, 12.
[17] Cf. AAS 56 (1964), 438-444.
[18] N. 62.
[19] Mensaje a los artistas (8 diciembre 1965): AAS 54 (1966), 13.
[20] Cf. n. 122.
[21] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 62.
[22] La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9.
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[24] Himno de Vísperas de Pentecostés.
[25] F. Dostoievski, El Idiota, p. III, cap. V.
[26] «Sero te amavi! Pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi!»: Confesiones, 10, 27, 38: CCL 27, 251.
[27] Paraíso, XXXI, 134-135.
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